Año: 2017. Escrita y
dirigida por: Oriol Paulo (“El cuerpo”). Intérpretes: Mario Casas (“Palmeras en
la nieve”) Bárbara Lennie (nominada en varias ocasiones al Goya, sin ir más
lejos este año por “María (y los demás)”), José Coronado (ganador por “No habrá
paz para los malvados”), Ana Wagener (ganadora como Actriz de Reparto por “La
voz dormida”), Francesc Orellá (ganador de un premio Max por “Un enemigo del
pueblo”), Paco Tous (en televisión, “Los Hombres de Paco”).
Sinopsis: Adrián
Doria es un empresario de éxito que se ha metido en un lío muy gordo. Es el
principal sospechoso del asesinato de su amante, a pesar de que él sostiene que
un misterioso hombres fue en realidad el autor del mismo, cometiéndolo después
de haberle dejado a él inconsciente. La única manera de demostrar su inocencia
es contratando a una especialista en preparar a los testigos de casos
similares, planteando una puesta en escena plausible capaz de sembrar la duda
razonable ante un juez o un tribunal. Sin embargo, antes de descubrir quién
mató a su amante, Adrián deberá confesar otro crimen del que sí fue parte
activa, y que puede ser la clave para resolverlo todo.
Crítica: “Mi
deber es librarle de la cárcel, pero nadie le librará de ser quien es”. Al igual
que he hecho en otras reseñas, comenzaré diciendo lo que todos queréis saber: “Contratiempo”
es una película muy entretenida. Eso sí, siempre y cuando te dejes el “factor
credibilidad” en tu casa. Y puestos a ser honestos, tengo que confesar que a mí
no me ha gustado. De hecho, me ha parecido una gilipollez muy grande. Sin embargo,
me veo en la obligación de defenderla, puesto que llevo años suplicando para
que el cine español empiece a tomar nota del americano, y podamos hacer
nuestras propias propuestas comerciales sin tener que importarlo todo. Que nosotros
también tenemos equipo, actores y talento para hacerlas. Incluso las malas. Y en
efecto, la que nos ocupa ha tomado muy buena nota de cierto tipo de “thrillers”
llegados del otro lado del charco. El mejor ejemplo de esto es el final, donde
se resuelve el “macguffin” (el ne nombre acuñado por Hitchcock y que define el
enigma que da pie a la película), de la manera más absurda posible, pero tal y
como llevan años haciendo los “yanquis”, en ese momento la banda sonora sube a
un nivel tal que casi tienes que llegar a taparte los oídos. Y, verbigracia,
tal y como si fuésemos perros de Pávlov, nuestra psique entiende que si el
volumen de la música está tan alto significa que lo que estamos presenciando es
el clímax del film y éste, empero, tiene que ser bueno. Alguien puede estar
leyendo estas líneas pensando que en ellas hay cierto tono irónico o reproches
solapados, pero garantizo que no hay nada de eso. Aplaudo como el primero el
hecho de que “Contratiempo” esté en las carteleras y que, a estas alturas, sea
ya un éxito. Creo que en nuestro país llevamos mucho tiempo haciéndonos pajas
(mentales, que son las peores) en nuestro cine, clamando que debemos sublimar
el arte. Algo, por cierto, que estaría muy bien, siempre y cuando fuese
realmente cierto que TODO lo que hacemos es mejor que lo que nos llega de fuera
(que ojalá, pero no es el caso)… y sobre todo si ese “arte” no dependiese casi
en exclusiva de las subvenciones con dinero público, lo que invariablemente nos
había llevado en las últimas décadas, no sólo a darle la espalda al espectador
medio que acude a la sala de cine sino incluso (hay que joderse) a mirarnos muy
mucho el ombligo y pensar que cualquier cosa que sea un éxito seguido de forma
entusiasta y generalizada, seguramente es una mierda. Bueno, pues “Contratiempo”
viene a ser nuestra particular versión de esos folletines policíacos de los
periódicos o las revistas, muchas veces serializados, que se pagaban al peso y
que tenían una doble utilidad muy honrosa: por un lado entretener… y por la otra
envolver el almuerzo del día siguiente. Así de digerible.
Resumiendo: hará
cosa de un par de veranos trabajé durante un mes con una quinceañera (muy mona,
por cierto), que me reveló un pasatiempo que estaba arrasando en su “urba” y
que les mantenía despiertos a ella y su “pandi” es unas noches asfixiantes en las
que, por otro lado, era imposible conciliar el sueño. El juego se llamaba “Black
Stories” o algo así y consistía en plantear un misterio que los demás debían
resolver, a pesar de en apariencia ser imposible. El final de cada acertijo
solía ser un tanto decepcionante habida cuenta que la solución era difícilmente
imaginable, si bien siempre había alguna pista que justificaba el hecho de que
alguien pudiese resolverlo antes que los demás. Generalmente, el más fantasioso
del grupo. En realidad, creo que ese juego (con otro nombre, claro) lleva
cientos de años amenizando las tertulias de distintas generaciones (creo que
hay una novela de Agatha Christie que gira en torno a eso, si no recuerdo mal),
y muy probablemente, a tenor de los tiempos que vivimos, aquella “moda
veraniega” será un recuerdo vago para aquellos adolescentes. Sin embargo, sobre
ese mismo principio gira la película que hoy reseñamos. Tanto es así, que una
de aquellas “historias negras” se menciona en la película (la del hombre colado
en una viga, el bloque de hielo y etc). Pero pareciese que, ante el temor de
confiarlo todo a una carta, los responsables hubiese decidido llenar el guión
de una “Black Storiy” dentro de otra, y de otra, y de otra… de tal manera que
la concatenación de las mismas lleve al espectador a un estado de enajenación
tal que sea incapaz de sentirse decepcionado con la resolución final, abrumado
como sin duda estará por los continuos golpes de efecto. Como esos chistes que
son tan malos, tan malos… que terminan por darse la vuelta cual calcetín y se
convierten en buenos.
Memorable: la
factura técnica, si bien es otro de esos recursos muy del estilo “usaca” que
están ahí para demostrar el poderío del presupuesto. Un ejemplo de ello es el
majestuoso hotel perdido entre la nieve, cuya visión te remite a una especie de
“Diez negritos” nevados. A la postre, aquel escenario es lo de menos, pues lo
que acontece podría haberse narrado, por ejemplo, en un bloque de pisos en
primera línea de playa de Benidorm. Que seguro que está perfecto en vacaciones,
pero muy glamuroso no es, vaya.
Mejorable: otra
ley no escrita del cine español reciente es que para que una película tenga
éxito debe estar protagonizada por Mario Casas. Un actor que yo defiendo
siempre que puedo y que, realmente, justifica su sueldo (sólo hay que ver la
recaudación de la cinta que tenemos entre manos, sin ir más lejos), pero que
aquí es un error de cásting bastante importante, a mi juicio. Es incapaz de
demostrar la inocencia de un hombre superado por los acontecimientos, a la
altura de cómo los retrataba por ejemplo el gran Jimmy Stewart. No es ya por el
físico (que oye, si gusta, por mí perfecto), pero el tono monocorde con el que
recita todas sus líneas de diálogo… no ayuda. Y no hablo sólo de esta película,
sino de su filmografía en general. Otra cosa: aunque parezca una tontería… ¿por
qué, pudiendo permitírselo, la película empieza diciéndole al rol de Casas que
tiene tres horas para repasar su testimonio… cuando la película sólo dura dos?
¿No habría sido otro recurso muy efectista ajustar el tiempo disponible… al
metraje?
Parafraseando: a
pesar de lo apuntado, debo recalcar una vez más que si te olvidas de
prejuicios, disfrutarás gratamente del visionado de la cinta. Sobre todo por un
arranque colosal, que en los primeros minutos ya te sitúa en el interior de la
acción, con una premisa argumental que hace que te preguntes qué harías tú en
esa situación. La conversación que precede al accidente que lo desemboca todo,
es muy paradigmática: “¿Qué te pasa?” “Nada. Es sólo que… me paso
el día mintiendo” “Pero cuando estás conmigo creía que no lo hacías” “Y no lo
hago. Pero el resto del día miento… precisamente porque estoy contigo”.
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